
En el Meta, tierra de sabanas, hatos y discursos que parecen sacados de una novela de caballería, hay dos hombres que se roban el show político como si fuera un concurso de ganado cebú: Juan Guillermo Zuluaga Cardona y Juan Felipe Harman Ortiz. Ambos con apellido sonoro, sonrisa de foto oficial y un historial que haría palidecer a cualquier comité de ética.
Zuluaga, curtido en la política tradicional, se vende como el llanero bonachón que todo lo resuelve con un apretón de manos y un chiste en tono paisa. En su hoja de vida figuran cargos que ya son patrimonio de la rosca local: alcalde de Villavicencio (2016-2017), ministro de Agricultura durante el gobierno de Juan Manuel Santos y gobernador del Meta (2020-2023). Ha sabido montar su propia hacienda política, con alambrados tan firmes que ni un ventarrón de escándalos ha tumbado. Detrás de su imagen campechana, sus críticos señalan la fina habilidad para ubicar aliados en puestos estratégicos, tejiendo una red que le permite influir incluso cuando no ocupa un cargo. Algunos lo acusan de convertir la administración pública en un potrero privado, donde cada vaca —perdón, cada contrato— tiene dueño antes de salir del corral.
Harman, por su parte, irrumpió como el muchacho rebelde que llegaba a ponerle freno al viejo juego. Ingeiero civil, exconcejal y con un activismo urbano que le sirvió de trampolín, conquistó la alcaldía de Villavicencio (2020-2023) con promesas de transparencia y participación ciudadana. Sin embargo, pronto se vio que el manual de la política local también estaba en su mesa de noche: contratos adjudicados bajo la lupa, obras inconclusas, y un estilo de comunicación que giraba tanto en torno a su figura que, para algunos, la ciudad pasó a ser telón de fondo de su marca personal. Su lema de “hacer las cosas diferente” terminó, según sus detractores, en un “hacer lo mismo, pero con otro filtro de Instagram”.
La rivalidad entre ambos no es solo por cargos, sino por hegemonía: Zuluaga es el estandarte de la maquinaria que manda en el Meta desde hace décadas; Harman, el intento de renovación que acabó bailando al mismo son. Uno se pasea por los pasillos de Bogotá con la naturalidad de quien ya tiene asiento reservado; el otro se aferra a su base joven y urbana, que lo defiende a capa y espada, aunque los resultados sean tan escasos como lluvia en verano.
Y así, entre trochas y atajos, el Meta vive en un eterno duelo de Juanes: dos hombres que, aunque se venden como opuestos, parecen beber del mismo caney político. Lo único seguro es que, gane quien gane, la tierra sigue siendo fértil… pero no tanto para el campesino, sino para el que sepa cultivar poder.