Vía al Llano: peajes caros, obras lentas y actores políticos en modo avión

Hace poquito, el corredor que une la capital con el llano decidió repetir condición natural: se colgó una cortina de tierra y dijo “hasta aquí llegamos”. El resultado: cierre total por un deslizamiento que dejó la vía inhabilitada y a miles mirando la fila de carros como quien observa el final de una telenovela repetida.

La escena: un derrumbe en el kilómetro 18+300 —zona conocida por sus antojos geológicos— que, según reportes, sepultó tramo y paciencia por cantidades que los ingenieros parecen medir en “montañas de drama” (cerca de 100.000 metros cúbicos de material, según estimaciones periodísticas). Ya completaba varios días y las autoridades advertían que la habilitación tardaría aún más. Mientras tanto, los carros se acumulan y la economía toma su postura resiliente.

Pero no todo es culpa del llano que se le mete a la capital. La carretera ha venido marcando tendencia todo el año: cierres por lluvia, cierres preventivos, cierres reactivos y cierres de “hoy no me levanto”. A esa lista se sumaron bloqueos por protestas —como los paros del sector arrocero— mostrando que la gente y la geografía se pusieron de acuerdo para recordarles a los transportadores que la logística también es un asunto del humor social.

Las víctimas con talante resiliente no son personajes de telenovela: son conductores de carga que ven su jornada convertida en horas de espera; pasajeros que planearon viajes importantes y terminaron practicando la paciencia; empresarios del agro que, con camiones varados, sienten cómo la cadena de frío se convierte en una cadena de pérdidas. El comercio regional —desde el mercado campesino hasta la gran distribución— contabiliza pérdidas que nadie pide para su álbum de recuerdos.

La respuesta oficial suena a manual de emergencia: maquinaria, volquetas, excavadoras, cuadrillas; jornadas continuas y promesas de habilitar variantes alternas. Todo muy técnico y digno, salvo por la sensación general de que la carretera, además de infraestructura, administra emociones colectivas. Mientras tanto, los viajeros improvisan: rutas más largas, peajes convertidos en relojes de arena, empanadas que se venden con tarifa por temporada.

Y como si fuera poco, los representantes del Meta en el Congreso y en la política regional parecen haberse especializado en el arte de la contemplación: discursos kilométricos, comunicados solemnes, fotos de chaleco y casco, pero ni una postura seria, ni una propuesta concreta para buscarle salida a un problema que no solo arruina la economía, sino también la paciencia colectiva. En otras palabras: mientras la vía se cae, la dirigencia regional se acomoda en la gradería con crispetas.

En Villavicencio —y en todos los municipios que dependen del corredor— la economía siente el temblor antes que las casas: agricultura que no sale, turismo que pierde fines de semana y transportadores que hacen números que no cuadran. El costo humano es literal: jornadas perdidas, salarios recortados, familias que ven cómo el tiempo de traslado se come los ingresos del día. Es difícil mantener el optimismo cuando el camino principal decide practicar el deporte nacional de la suspensión indefinida.

La Vía al Llano no es solo asfalto; es arteria económica, es hilo de la cotidianidad y es recordatorio de que, en Colombia, hasta las carreteras tienen su repertorio. Que el Gobierno, las concesiones y la dirigencia del Meta tomen apuntes; la próxima función no debe ser aplaudida por la gente que pierde la taquilla diaria.

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